La metástasis de las injusticias sociales, las irreversibilidades ecológicas, las tensiones especulativas, la crisis deshumanizadora de las personas que buscan refugio y las desigualdades patriarcales van juntas en la actual devaluación democrática y la tentación autoritaria global. Con su irreverencia habitual, pronto hará un siglo que G.K. Chesterton las viniera venir y escribiese: "no se debe aumentar un penique el salario de nadie, no se ha de acortar ni en una hora la jornada laboral de nadie; puesto esto podría retardar el dulce y rápido proceso por el cual y muy pronto toda la Tierra pertenecerá a sus seis habitantes más inescrupulosos".

En medio del 2018, el mal presagio parece confirmarse, mal mezclado con una irracional fe distópica en la tecnociencia y lo transhumano como escasa y dudosa alternativa: se fía todo cambio a las máquinas porque ya no se confía en la condición humana; y se buscan ya otros planetas, como si se renunciase definitivamente a cualquier posibilidad de convivencia en este. Mientras tanto, los discursos oficiales venden, en vano, la sostenibilidad futura de un sistema estructuralmente insostenible. Palabras vacías que son un brindis al sol, un espejismo sin oasis y un hipotético ya imposible. El capitalismo es hoy una casa sin techo ni suelo.

En su fase financiarizada, especuladora y tecnológica, en la versión Silicon Valley disruptiva e inquietante, la lógica del capital deriva en una máquina de trinchar derechos y libertades y en una contrarrevolución permanente contra todos los límites -éticos, sociales, ecológicos. En su base anida siempre la hybris voraz y carroñera, degradadora y depredadora, que actúa sólo en nombre del dinero y en nombre del poder. Podremos domar la fiera –o calmarla–, dicen algunos periódicamente, a pesar de que nunca lo consigan. El caso del Estado español y sus especificidades de tsunami inmobiliario son radicalmente sintomáticos en materia de vivienda: la crisis tras la crisis, ha provocado que los buitres hayan vuelto porque nunca se fueron, que los precios siguen subiendo por las nubes de lo imposible y que la crónica política parezca más bien la crónica de la impotencia. ¿Cómo detener la espiral que nos hace la vida más difícil, más precaria y más vulnerable?

Mientras Roma arde, muchos se dedican a tocar la lira para mirar a otro lado ante la evidencia de la rapiña. Hoy, cabe decirlo, han ido tan lejos que lo que es ya incompatible con lo que identificamos como Estado de Derecho y Democracia -escuelas, hospitales, pensiones, cultura- es el propio capitalismo, que cada día lo niega y lo socava. Hace muchos años que somos conscientes de que no hay salida social ni ecológica ni feminista ni democrática dentro del capitalismo. Más vale saberlo, constatarlo y decirlo y activarse para revertirlo que seguir afirmando gratuitamente, y contra toda evidencia mágica, que dentro del capitalismo se darán soluciones justas y duraderas y que será éste quien traerá la igualdad social, el respeto al medio ambiente o unas pensiones dignas.

Si el siglo XXI, como sostiene Jorge Riechmann, va a ser el siglo de La Gran Prueba,  hay que insistir en ello, hoy más que nunca, viendo como se ha fragilizado y invertido radicalmente la relación con la naturaleza -si antes dependíamos de ella para salir adelante, ahora es ella quien depende de nosotros para sobrevivir-, como cada día se sabotean las posibilidades de igualdad que no condenarían a tan anchas mayorías sociales a la exclusión, como se sigue condenando las mujeres a todas las violencias del patriarcado –y la reciente huelga feminista así nos lo ha recordado–, como se maltrata de nuevo a los pensionistas más empobrecidos -en medio de la burbuja de los planes privados y el vaciamiento de la hucha pública- y como se carcomen cada día los fundamentos de la democracia misma, bajo una poliarquía –el poder de las élites- que sólo nos deja elegir cuál será el látigo que nos someterá.

En toda comunidad humana, desde siempre, han concurrido dos tipos de listos: los que lo quieren mandar todo -los tiranos- y los que siempre se lo quieren quedar todo –a quien llamaremos ladrones. Contra ellos, desde siempre, sólo hay dos frágiles utensilios para ponerles bozal: democracia política y ética de la decencia y la cooperación. El compromiso activo, consciente y cotidiano de la economía social y solidaria son, por contra y a favor, un ejercicio continuado y cotidiano de autocontención y transformación social, un freno de emergencia –como reclamaría Walter Benjamin– para saber generar y seguir abriendo, ni siquiera, la rendija, la opción y la necesidad de un escenario donde sea posible garantizar una vida digna para todas y todos y un mundo donde quepan todos los mundos. Tanto como reclamar, y construir desde ya y en eso estamos, un tiempo de vida fuera del capitalismo.

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