Aumento de las desigualdades sociales. Empobrecimiento de una mayoría y enriquecimiento de una selecta minoría. Emergencia climática. Nueva burbuja inmobiliaria. Criminalización de la pobreza y persecución de personas migrantes. Gentrificación y turistificación de centros urbanos y creciente despoblación de los entornos rurales. Son sólo algunos de los efectos de un sistema económico y social basado en la apropiación privada, en manos de una minoría, de la riqueza y los recursos naturales.

Un modelo de producción y consumo extractivista que mercantiliza todo lo que puede para continuar retroalimentando la maximización de beneficios de muy pocas personas a costa de la mayoría y de la degradación de los ecosistemas naturales. Un capitalismo del siglo XXI que, como expone el manifiesto de la Huelga mundial por el clima, “pone en riesgo nuestra supervivencia e impacta de manera injusta especialmente en las poblaciones más pobres y vulnerables del mundo”.

Ante la mercantilización de los bienes y los recursos y la precarización de la vida, no queda otra opción que continuar trabajando para construir una alternativa que ponga en el centro garantizar la sostenibilidad de la vida y del planeta. Una alternativa que desde hace años está promoviendo una economía social y solidaria orientada a satisfacer colectivamente las necesidades de las personas, aplicando criterios de equidad en la distribución de la riqueza generada, funcionando con prácticas democráticas y participativas y procurando la preservación de los ecosistemas naturales que están en la base de la reproducción de la vida. Una vida que, como se pone de relieve desde los feminismos, merezca la pena ser vivida.

Para poder edificar en la práctica este modelo alternativo al capitalismo depredador, es necesario romper con las lógicas que lo sustentan, recuperando y fortaleciendo dinámicas y prácticas comunitarias fundamentadas en el interés colectivo y los lazos de apoyo mutuo. Que pongan en común los bienes y recursos, fomentando su uso comunal y cooperativo e impidiendo su mercantilización.

Que redefinan lo que entendemos como público y lo vinculen a la comunidad, empoderándola. Que construya relaciones económicas desde abajo y desde redes comunitarias, cooperativas, autogestionarias y mutualistas.
En esta dinámica, es fundamental desarrollar experiencias que pongan los recursos básicos en poder de la comunidad, que saquen estos bienes del mercado mediante propiedades comunitarias que preserven su uso colectivo. Agua, energía, transporte, suelo, vivienda, fincas y ecosistemas rurales... No podemos dejarlos en manos de un mercado especulativo: debemos reapropiarnos de ellos y administrarlos en beneficio de la comunidad, preservándolos para las futuras generaciones.

Para apoyar esta socialización comunitaria de bienes y recursos básicos, tenemos que continuar innovando, generando nuevas respuestas y creando nuevas herramientas colectivas y cooperativas, evitando que la financiación de las inversiones necesarias para preservar los bienes comunitarios sea un escollo insalvable, demostrando en la práctica que es posible construir soluciones que respeten su propiedad y uso colectivo. Constatar que es factible desarrollar zonas rurales autónomas y comunitarias y redes de custodia de los barrios para protegerlos de procesos especulativos.

Demostrar que la gestión colectiva y cooperativa de suministros básicos es una utopía realizable, que podemos desconectarnos de corporaciones transnacionales oligopólicas. Y hacerlo reforzando los vínculos comunitarios y de ayuda mutua, fomentando la solidaridad y la cooperación. Garantizando la sostenibilidad de la vida y del planeta.